Un ejército blanco invade las salas del Lázaro Galdiano
El museo madrileño abre por primera vez todas sus plantas para acoger una exposición El artista cree que pocos espacios pueden ser tan adecuados para su obra Entre los altos plátanos de los jardines del Lázaro Galdiano, a 10 metros de altura y visible desde la calle Serrano, cuelga una escultura de forma humana y blanco resplandeciente. Muy cerca, entre los matorrales del suelo, se ven las piernas de otro hombre semiescondido.
Podrían ser dos piezas de la escenificación de un drama, pero también pueden ser una evocación de la idea de catarsis, una idea con la que Bernardí Roig (Palma de Mallorca, 1965) juega en toda su obra y que lleva al límite en la exposición El coleccionista de obsesiones que el próximo jueves inaugura en la Fundación Lázaro Galdiano, en Madrid. El palacete del mítico coleccionista abre por primera vez las puertas de todas sus plantas, incluidos los sótanos, a las perturbadoras figuras luminosas cargadas de fluorescentes que pueblan la obra del artista mallorquín. Un vídeo de 14 minutos titulado Ejercicios de invisibilidad (2012), protagonizado por el propio artista, con los ojos grapados y grandes luminosos sobre sus hombros, recorre a ciegas cada una de las salas del museo mostrando las imágenes acumuladas de la belleza que alberga el edificio. La exposición es una especie de antológica en la que el comisario José Jiménez y Bernardí Roig han seleccionado las piezas que mejor representan las obsesiones y temas del artista. Admirador y visitante frecuente del museo desde que en 1987 alquiló su primer estudio, en la calle María de Molina, Roig cree que pocos espaci como este pueden ser más adecuados para dar rienda suelta a sus fijaciones artísticas. “Buscamos un enfoque que, de alguna manera, estuviera relacionado con el coleccionismo.
La exposición habla de mí, de mis miedos, de mis afectos, de mis obsesiones. Eso es lo que yo colecciono y lo que está en toda mi obra”. Bernardí Roig ya tiene experiencia en confrontar sus esculturas y dibujos con fondos de museos clásicos. En 2009, en Ca’Pesaro en Venecia, sus esculturas salpicaron las galerías del viejo museo en un tenso diálogo entre clasicismo y modernidad. Aquí no hay diálogo. “Aquí hay un espacio compartido. Es un monólogo.
En Venecia, la confrontación era seca. Aquí es más gelatinosa en el sentido de que está lubricada, no es violenta. No choca. He trabajado sin dejarme apabullar por el hecho de que mis piezas surjan en medio de Goya, de Velázquez o de Zurbarán. He mirado de reojo, pero sin sentir su presión”. Las 17 obras que integran la exposición, salvo la titulada Práctica para chupar el mundo, producida por el Ministerio de Cultura, han sido cedidas por sus galeristas: Bernd Klüser (Munich), Cardi (Milan), Mario Mouroner (Viena) y Max Estrella en Madrid . En la entrada principal, en la primera vitrina con la que se encuentra el visitante, se expone la pieza-joya que puede verse como un compendio de la muestra.
Es Blow up (The book) (2011). Es un volumen abierto que contiene 21 fotograbados, de 70 por 50 centímetros, sacados de la instalación que con ese mismo título realizó en Bruselas en 2010. En la misma planta, ante el retrato de San Diego de Alcalá de Zurbarán, Roig ha instalado An Illuminated head for Blinky P. (2010). Es la imagen de un hombre a escala real, con los pantalones caídos y la boca desmesuradamente abierta, con la mano escondida en la espalda y los dedos de la mano formando una pistola. Como en otros casos, Roig utiliza a personas de su entorno como modelos. En este caso es su dentista mallorquín, Tolo Vich, quien hace las veces de anestesista cuando Roig ejecuta sus piezas más arriesgadas y llega a coserse la boca como hizo para el video Der Italianen que el viernes inaugura en Viena. En el atrio de la segunda planta del edificio, está L’uomo della luce (2007), una escultura de resina de poliéster, a tamaño real, cargada con 80 fluorescentes de 36 watios, que la figura arrastra a modo de cola de traje de novia. Es la imagen del narrador, de la imposibilidad y de la fatiga.
“Ha visto demasiado y por eso ha sido condenado a la ceguera”, explica Roig ante una de sus piezas más conocidas y espectaculares. En la sala de armaduras, en el antiguo acceso principal al palacete, ante la calle Claudio Coello, se encuentra Ejercicio para desocupar el cuerpo (2012). Es el molde de yeso, primera vez que se muestra, de la obra Perplexity exercices (2008). La sala queda así convertida en un homenaje al vacío. “Esas armaduras nunca han sido utilizadas. no tienen heridas de guerra, no han sido ensuciadas por la sangre”, comenta Roig. “Pero en todas ellas, incluido el molde, tendría que haber habido alguna vez un cuerpo. La sala se ha convertido en un recuerdo para los cuerpos ausentes”.
La creación de la exposición ha tenido mucho de aventura. Roig conocía a fondo las salas del museo y se había parado ya muchas veces ante el retrato de Gertrudis Gómez de Avellaneda, de Federico de Madrazo, su obra favorita. Pero desconocía las tripas, la cocina y los laberínticos pasadizos secretos que recorren los sótanos del edificio. El pasillo que comunica el palacete con el pabellón, depósito permanente de ejemplares de la revista Goya, ha sido ahora ocupado por un resplandeciente hombre blanco colgado que, en medio de este almacén de conocimiento, se contorsiona intentando acercar su cabeza a una tibia bombilla. Ejercicios para chupar la luz (2012). “Esa luz está como un fotograma congelado de una película, siempre a punto de ser lamida por alguien que tiene las manos atadas a la espalda”, aclara este artista cuya obra está repleta de referencias cinematográficas y que asegura que La cinta blanca de Michael Haneke es la mejor película de todos los tiempos.
Vesela Stretenovic, conservadora de Arte Moderno y Contemporáneo de la Phillips Collection de Washington, escribe en el catálogo de la exposición que la obra de Roig evoca la idea de catarsis como una purga o purificación de emociones que equilibra la piedad y el miedo, pero también momo metáfora del singular placer trágico, la sensación de lavarse o de limpiarse.
EL PAÍS